martes, 28 de junio de 2011

Mi primer día de verano (En el Valle de los Caídos)

Un viaje siempre lo guardas en la cámara de video, cámara fotográfica o en la memoria, siempre traes con ese viaje, una anécdota, una historia o muchas que contar. Dicho viaje, puede ser uno más (para mí no lo es) o estar marcado por algo muy relevante, como una visita a un lugar concreto, que hace que difiera de otros tantos viajes e historias. Porque no todos los días te llenas de historia. Porque no todos los viajes, tienen como meta principal, una de las la etapas más negras de España. Por eso, cada viaje es una experiencia única, aderezada de ingredientes con tintes amargos, divertidos, entrañables, sangrantes, fríos, inolvidables u olvidables. Es por eso, que viajar ensancha el alma, abre la mente y te la opción de crecer, recapacitar y no volver a cometer ciertos errores.

Mi primer día de verano, veintiuno de Junio de dos mil once, el primero de todos ustedes también. Será recordado por una visita a un lugar emblemático, histórico, con una vida oscura, manchada de sangre, sudor, lágrimas y dolor. Para muchos, paraje idílico, pero por sus vistas (que son imponentes y bellas), y por su significado y pasado, e incluso actualidad. Para otros, lugar maldito, merecedor de la destrucción y de no más humillación (¿acaso el español olvida de un día para otro?). Pero para gustos, colores, nunca mejor dicho.

La noche anterior al viaje, me llegaron señales del más allá (de uno de los nuevos canales de la sexta, en concreto). Pasaban ‘Un día de furia’ de Joel Schumacher y protagonizada por Michael Douglas. Pensé rápidamente, ¿seré mañana Bill Foster?, rebelándome de momento contra una ideología y hechos que marcarían un país. Y acabando la cinta de Schumacher, sin descanso, ni aliento que recuperar, en un afán de la Sexta por tenerme más que avisado. Emitieron ‘El Gran Dictador’ de Charles Chaplin y volví a pensar. No, esto si que no, no puedo mañana levantar la voz, clamar a mis fieles con el brazo levantado y desde lo más alto de esa mole de granito brillante, pedir una España mejor. Llevándome por delante las vidas que hagan falta. Cogí, apagué el televisor e ignoré a estos fantasmas que iban a dormir conmigo antes de partir. Espíritus de carne y hueso ataviados con sabanas blancas, que sabían perfectamente de mis movimientos el primer día de verano y del vuestro.

Y llegando el día, la hora de marchar. Nos montamos en el coche y emprendimos nuestro viaje al Valle de los Caídos. Antes de encaramarnos por lo que en un pasado era conocido o lo sigue siendo, Valle de Cuelgamuros y ver como siempre que he pasado por la AP-6, esa descomunal cruz de ciento cincuenta metros de altura, sobre lo que se conocía como el Risco de la Nava. Pasé, pasamos (mi hermano era mi compañero de batalla) por el aeropuerto de Barajas para dejar dos paquetes con forma humana. Tenían dos piernas, dos brazos, cabeza, rostro y voz. Cerebro, ya no lo estoy tan seguro. Se iban a tierras Mexicanas.

Nos despediremos y con mucha envidia (por lo menos yo), vuelvo al coche, enchufo el Gps del móvil y veo que son setenta kilómetros los que nos separan de aquél gran ‘foso’ lleno de vidas humanas, ahora muertas, y que en contra de su voluntad, supongo, quedaron allí sepultados para siempre, bajo un descomunal mantel de granito, que hiela, literalmente. Pero antes de adentrarnos en el bosque que nos conducirá hasta discutido, problemático y nuevamente, lugar de actualidad, haremos la parada obligatoria para comer, ‘orar’ y recapacitar sobre nuestras posibles reacciones al ver, estar y sentir lo que nuestras vidas van experimentar al posarse y adentrarse, en un lugar negro, pero a su vez, majestuoso, todo hay que decirlo.

Y sin la digestión aún hecha, por el sablazo que nos dio un restaurante de carretera de Guadarrama y por lo temprano de nuestro levantamiento de trincheras. Partimos, ya está todo hecho, dijimos, ahora sólo queda pasear, observar, guardar el aliento, pensar y hablar en voz bajita, por lo menos dentro de la Basílica (que manía). Nos avisan de que todo está cerrado, que sólo se sube para efectos religiosos (no digo lo que contestó mi hermano) y no dimos nuestro brazo a torcer y llegamos a una zona de aparcamiento, teóricamente, bajamos del coche y el primer “firmes” en forma de granito brillante convertido en gigantescas escaleras que nos llevarían hasta una placeta, explanada más grande aún, muy soleada, abandona, con vistas a la sierra madrileña muy confortables, y dejando a nuestras espaldas lo que sería nuestra entrada a la Basílica, la entrada al nacimiento de la falange, a la tumba del franquismo.

De la gran explanada que se abría a Madrid, su sierra y el resto del país. Llena de soledad, calor y un ambiente que ahogaba sin temor. Decidimos adentrarnos en la Basílica, en una gran cueva bajo una hermosa montaña rocosa formada en su totalidad, por granito. Un detector de metales nos avisaba de que no podíamos sacar recuerdos al exterior, salvo los guardados y recreados por un mismo, dentro de su memoria. Ya que ni el típico puesto de recordatorios existía ya (¿pero qué tipo de recordatorios habría?, me pregunté yo). Y pronto nos adentramos en ese gran túnel macizo, de una belleza desmesurada, pronto empezarían a escacharse mis piernas, cintura, impidiendo caminar libre y fácilmente, estomago, pecho, garganta, brazos, etc. Todo bajaba de temperatura según caminábamos hacia delante (¿Pues qué habrá, nos preguntábamos ingenuamente? Y de repente, los fantasmas de la noche anterior cobraron vida.

Cada paso, un fantasma más a nuestras espaldas. Angustias, Soledad, Piedad. Estos eran sus nombres, este era nuestro miedo interior. Y así, con un frío que cortaba al propio granito y dejaba las pinturas y estatuas desnudas por completo. Llegamos al lugar más sagrado (como dije antes, para unos), o al lugar donde más remordimientos, odio y venganza, puede existir (para otros). Una gran piedra gris con una cruz tallada y una tarrina de flores fresca sobre nuestros pies y sobre esa gran piedra de mármol, bajo el pie de la cruz, tallado el nombre de José Antonio. Mi hermano, de mismo nombre, se llevó la mano al pecho izquierdo y los ojos, como fuentes para la ensalada se le pusieron. Yo, cerré las vías respiratorias por un momento (con el peligro que eso conllevaba) para poder mantener en su temperatura idónea mis pulmones, corazón y sobre todo, mi cerebro, y que no me traicionara manifestándome con vocabulario obsceno que hirviera ese instante. El frío era aguantable, pero dolía mucho por momentos e, incluso, el vaho, se resquebrajaba en mil pedazos cuando salía rozando al exterior, nuestra alma.

Nos miramos a los ojos y continuamos nuestro camino, pero pararíamos enseguida. Nos encontramos con otra piedra de mismas características y ornamentos, pero esta vez el nombre era Francisco Franco. Mi hermano, la mano que le quedaba libre, al pecho izquierdo, los ojos, eso no eran ojos, más bien, primo hermanos del anillo de Saturno. Yo, si aguantaba más el aire fresco dentro de mí, podría, incluso, yacer allí mismo. Pero no quería llegar a eso. Quería contaros mi propia historia, deseaba redactar mi primer día de verano, y dejarlo guardado para siempre. Cada viaje es una historia y éste lleva una historia dentro de otra historia.

El silencio que allí mantuve, fue por esos esclavos que gratuitamente cavaron su propia tumba. Por todos aquellos que derramaron su sangre y sudor, sus ideas y pavor. El frío que pasé, fue por la humedad existente. Porque cuando viajas en el tiempo, siempre la temperatura baja a cotas de bajo cero. Porque no todos los días, como cuando estuve en Berlín, vives y te sientes parte de la historia, por buena o desagradable que sea.

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