Aparecieron las arañas,
garrapatas y hasta las pulgas internas que hacía tiempo que ni olía. Me comían,
me devoraban sin piedad, pero antes de
esta de esta aparición, llegó la pregunta y su consecuente sudoración. Agaché
la cabeza, como si estuviera abatido y todo acababa de comenzar. Dejaba que me
comieran entero y no había oposición alguna. Pasados unos minutos ya era carne
de todo tipo de bichos de este mundo y del otro. Poco después era pasto de
salvajes y pequeños devoradores. Había desaparecido el sudor, pero apareció
entonces la confusión. El desorden mental me llevaba a la desesperación, dispersión
y a la inexplicable y crítica situación.
Esos seres llevaban tiempo
queriéndome comer, pero la barrera construida era alta, recia y consistente.
Era difícil el que penetraran por mis entrañas, cuanto más que me succionaran
sangre, fuerzas, pensamientos y humor. Pero un descuido de mi capataz en su torreta como vigía fructífero el gran e inesperado ataque de esos asquerosos animales
de ciudad que no paraban de alimentarse de este y de aquel, de la otra y del
otro. Esta vez me tocó a mí y por más que luché, por más que saqué mis armas de
destrucción; humor, paciencia y positivismo,
pudieron conmigo. Aquel día me comieron y necesité de una rápida
atención. Llegó o no llegó?
Necesité de urgencia un nuevo
corazón y no importaba el estado, ya que seguro peor que el mío sería imposible
encontrarlo. De una cabeza, más retorcida incluso que la mía. Tampoco importaba.
Y de un cuerpo que pudiera mantener toda aquella nueva ola de vivencias que
empezaban a nacer, a resurgir, a resucitar de manera descontrolada. Pues
parecía que necesitaba morir, ser expuesto en carne y hueso a toda aquella
realidad para volver a ver todo como siempre lo había hecho. Igual debí dejar
ser comido con anterioridad. Igual hubiera encontrado esos besos invisibles en
el camino mucho antes de morir.
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