miércoles, 23 de mayo de 2012

Morir para vivir.



Aparecieron las arañas, garrapatas y hasta las pulgas internas que hacía tiempo que ni olía. Me comían, me devoraban  sin piedad, pero antes de esta de esta aparición, llegó la pregunta y su consecuente sudoración. Agaché la cabeza, como si estuviera abatido y todo acababa de comenzar. Dejaba que me comieran entero y no había oposición alguna. Pasados unos minutos ya era carne de todo tipo de bichos de este mundo y del otro. Poco después era pasto de salvajes y pequeños devoradores. Había desaparecido el sudor, pero apareció entonces la confusión. El desorden mental me llevaba a la desesperación, dispersión y a la inexplicable  y crítica situación.

Esos seres llevaban tiempo queriéndome comer, pero la barrera construida era alta, recia y consistente. Era difícil el que penetraran por mis entrañas, cuanto más que me succionaran sangre, fuerzas, pensamientos y humor. Pero un descuido de mi capataz en su torreta como vigía fructífero el gran e inesperado ataque de esos asquerosos animales de ciudad que no paraban de alimentarse de este y de aquel, de la otra y del otro. Esta vez me tocó a mí y por más que luché, por más que saqué mis armas de destrucción; humor, paciencia y positivismo,  pudieron conmigo. Aquel día me comieron y necesité de una rápida atención. Llegó o no llegó?

Necesité de urgencia un nuevo corazón y no importaba el estado, ya que seguro peor que el mío sería imposible encontrarlo. De una cabeza, más retorcida incluso que la mía. Tampoco importaba. Y de un cuerpo que pudiera mantener toda aquella nueva ola de vivencias que empezaban a nacer, a resurgir, a resucitar de manera descontrolada. Pues parecía que necesitaba morir, ser expuesto en carne y hueso a toda aquella realidad para volver a ver todo como siempre lo había hecho. Igual debí dejar ser comido con anterioridad. Igual hubiera encontrado esos besos invisibles en el camino mucho antes de morir.

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