Los cristales oscuros tapan el color
de mis lágrimas. Aquí, apartado, entre la fauna y la flora que lucha por
sobrevivir compartiendo el día y la noche, la pobreza y la tristeza, pero todo con
esa alegría natural.
Escucho y veo las guerras. Siento las
muertes y las injusticias. Serio pero sonriente: afronto una caída al infierno,
infernal, de la que ya me he cansado de mirar.
A lo lejos siempre la luz, la del
orgasmo, la de la salvación o la de mi propia fundición. Pero ahí está, sin dejarse
atrapar y muchas vidas con ello poder solucionar.
Saldré, saldremos, viviremos y todo
esto afrontaremos. Con o sin Dios. Mediante rituales satánicos, como con
terapias de tu madre propia.
Y ahora, cuando el sol sigue sin
marcharse, incluso, llegándose a pegar, surgen dulces y suaves brisas que
suavizan mi cara levantando levemente mi existencia.
Pero ante esta opaca
oscuridad que asola mi ser, lucho sin parar. Oscuridad que, sabiéndolo, ciega mis caminos, mis
puentes y mis salidas, se adosa a mi cabeza para ir comiéndome las entrañas día
a día, minuto a minuto. Y me pregunto entonces que curioso lo de querer siempre abrazar la oscuridad y la soledad (buscada),
que una vez dentro y considerándote uno más, quieras salir por unos instantes y
ya no encuentres esos pasos de atrás.
Pasos que un
día me hicieron grande sin dejar nunca de adorar la oscuridad y la buscada
soledad. Y sí, matizo, porque hay diferentes oscuridades y soledades muy bien diferenciadas.