La luna era puro esplendor. Belleza y seducción. Los perros ladraban
como si les fuera la vida en ello. El centinela vigilaba esa seductora
luz y las gargantas de aquellos revolucionados sabuesos. La noche estaba
diferente, alterada. Algo en el ambiente corría por su cuenta, libre de
ataduras y responsabilidades. Más cuando la noche y esa dulce luz
hacían siempre lo que querían. Atados sólo perros y centinela. Atados de por vida.
Algo tan distante llamaba aquella noche la atención más de lo normal a
los animales noctámbulos, seres moribundos y a esos guardianes de la
noche. Otras muchas veces el cielo gris lucía, pero aquella noche y por parte de lo que allí había, la noche negra lucía. Luz lunar, pero negra la noche de aquel día.
Sería su luz, la sonrisa o la mirada, pero a esa noche algo le ocurría. El
silencio se acumulaba entre ladrido y ladrido. Entre paso y paso del
vigía. Y curiosa y extrañamente, las sombras poco a poco desaparecían.
El peso de la luna cada vez era mayor. Las gargantas, algunas,
desafinaban y el centinela, cada vez más nervioso y desesperado, ya no
parpadeaba. Qué quería la luna contar esa noche? Qué tenía pensado
hacer? Explotaría? Hambrienta estaría? Negra se pondría?
El centinela pensaba en bajar de la garita y calmar a los perros con
algo de comida y caricias. También en quedarse dentro, ponerse los
auriculares y perderse en la inmensa noche de sonidos y sonoridades
producidos por los ladridos, la luna, que empezaba a gesticular o la
propia música. Música teletransportadora. Horas de nocturnidad, música
para la evaporizaciòn.
Las horas correrían, los perros en lobos se convertirían. La luna
hablaría y el señor que todo lo veía, ciego se quedaría. Culpa de la
blanca luz, de los aullidos o de la propia cordura que lentamente
desaparecía. Pero la voz a la luna no le correspondía. Era desgarradora
y crujía. Sonaba todo desde la garganta. Parecía como si esos salvajes lobos
la tuvieran poseída. Crujía la luna, los perros y la maldita garita que
allí estática permanecía.
Y si fuera eso. Y sí la garita era la que se interponía entre perros, luna y el vigía? Pero, y qué pasaría? No era un lugar encantado. Allí nadie se había
vaciado o desprendido de su vida. Era un caseta en alto, sin más, o con
menos que contar. No, no podría ser una vieja caseta de hierro y madera,
pintada de blanco lunar con zócalo de aullido animal la que aquella
extraña noche todo lo cambiaría. Qué locura!!!
Entonces la luna echó a andar. Dos pequeñas piernas con pies redondos
salieron de la parte más baja y circular de aquel cuerpo que empezaba a
tener vida. Aquello descolocó por completo a la noche. Cambiando su
negro por pálido. Los perros retrocedieron, el vigilante por un tiempo
enmudeció. La caseta ahora cobraba vida y parecía seguir a los necios que
tanto anteriormente el respeto le perdían. Pero que sería del vigía,
que poco a poco la ceguera recuperaría para perder entonces la voz por
la de la luna, que comenzaba cada vez más a dejar patente su poder y
sabiduría.
Costaba creer y entender tal locura. Por la voz -quebrada -, pero por las
cosas que decía, claro estaba. Los perros, la garita y el vigilante ya
daban por hecho que aquel suceso de allí no saldría. La luna estaba cada
vez más cerca. Su voz era más potente según se acercaba. La luz
empezaba a quemar. Y sorprendentemente, la música que en ese momento
sonaba por los auriculares, se convirtió en banda sonora de aquel
pasmoso berejenal. Es como si se hubise conectado a un circuito de potentes
altavoces y darle así a la luna la bienvenida. No sería esa
música la culpable entonces? Estarían aliados? O fue la misma sangre dividida,
partida y ahora dispuesta a unirse nuevamente, aunque la pequeña, pero enorme luna
chocase contra los allí presentes y de ellos, de nosotros, nada quedase.
Ya no se pensaba, ni el intento por ello. Los lobos comenzaron a bailar,
la garita también corría y el centinela, despojado de todo lastre y
dispuesto a afrontar una vida de otra forma que aun no sabía. Bajó y junto a los de
colmillos blanco se posó. Los cimientos de la caseta quedaron para
futuros excavadores. La luna estaba a escasos 3 millones de kilómetros.
Aquello brillaba al son de la música, como la música y como lo más bello
que jamás hayas visto y sentido. Los lobos , que ya no aullaban, no
tenían garganta y se echaron al suelo. La garita se cogió los faldones y
se sentó al lado. Y el centinela, como pudo, se hizo un hueco entre los chuchos y
apoyando su espalda en una de las patas de la caseta, también cedió y
aguardó.
Pero el qué? La llegada de la sonora luna?. De la parlante y con pies
redondos luna. Tendría nombre? La recibiríamos allí sentados? Sin más
regalos, ni pancartas, ni un sabroso cóctel de bienvenida al menos. Se
sentaría a nuestro lado? Charlaríamos e intercambiaríamos opiniones
sobre la nación? Nada, absolutamente nada de eso pasaría, porque ya se
encontraba a 1 millón de kilómetros y la voz ahora la tenía entumecida.Vimos entonces que nada de eso ocurriría.
De la música lágrimas salían. Llantos de desesperación. Algo extraño y real sucedía. Los lobos, la caseta y yo (el vigía), nos miramos y nos
preguntamos de nosotros que sería. Nos acurrucamos y seguimos
disfrutando de aquello que la luna nos había regalado. Si moríamos;
sería una última, extraña y única noche que nadie más viviría. Si
vivíamos; sería la misma noche, pero con la luna sentada a nuestro lado. Observándola y escuchando su vida y sus llantos.
Sus lágrimas nos
rociarían, impregnarían y avisarían de una nueva forma de vida, que
desde ese mismo día, comenzaría.